A lo lejos la comunidad, y en el campo una quietud extraña, como de felino a la espera de su presa. Líneas de maguey infinitas, tierra mojada que creaba dos macetas en las suelas de las botas, las espinas del maguey a la espera de cualquier intruso, los rayos de un sol incansable.
El maestro eligió el maguey maduro. Una a una fue «rasurando» las pencas de la planta para poder manejarla. Primero a machete limpio, después con barreta y mazo, y más adelante con una pala tipo cuchara filosa, la coa. Sol, humedad, trabajo duro, abrirse paso, rasgarse la piel, ser herido no sólo con las espinas puntiagudas sino también con la sabia de la planta que da una comezón punzante.
Cada machetazo, cada golpe de mazo era como música de lucha a la mitad de un campo soleado; uno resistiendo, el otro decidido a arrancar «la piña». Y entonces sucedió, se escuchó un gran crujido, la coa en función de palanca desenraizó la planta. El maestro obtuvo lo que quería.
Ya después me enteraría que, para que la planta esté justo en su punto máximo de aprovechamiento debe ser cosechada justo antes de que pueda dejar su desendencia. Antes de florecer y encontrar su plenitud, el maguey se capa para así poder llevarse su esencia.
